Isla de Lesbos, el infierno para los migrantes de la ruta del Este

De entre las rejas de metal aparecen las caras de un grupo de niños paquistaníes. “¡Aquí la policía no está!”, asegura Moshin desde el otro lado de la alambrada.

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El impenetrable centro para inmigrantes de Moria, en la isla de Lesbos, es tan grande que ocupa toda una colina.

A menos que se tenga una autorización formal, la entrada está prohibida a los periodistas. Pero hay pocos guardias, especialmente al atardecer, y no pueden patrullar todo el perímetro del centro, que alberga a más de tres mil personas Unas mil más de las que permite su capacidad máxima.

Hay paquistaníes, afganos, sirios, eritreos y hasta centroamericanos. La mayoría son hombres adultos. Y no faltan las familias con niños pequeños, las mujeres embarazadas y los menores no acompañados.

Una tienda de campaña con el nombre del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) es la morada de Moshin.

Dentro, una manta azul de una entidad de caridad les protege del barro. “Hace cuatro meses que esperamos en este infierno. Pero esperamos ¿qué?”. Moshin es originario de Lahore, la segunda ciudad más poblada de Pakistán, y decidió probar suerte e ir a Europa.

Atravesó Irán y Turquía. Finalmente cruzó el Egeo, de la costa turca a Lesbos. “Tan pronto como llegamos a Moria se registraron, pero entonces todo el proceso se estancó. Aquí las cosas sólo se mueven para los sirios”.

Hasta hace cuatro meses Moria era un centro temporal en el que se registraban las miles de personas que cada día llegaban a Lesbos. En poquísimo tiempo llegaban al puerto de Pireo o al de Kavala, a bordo de los ferris, y después continuaban el viaje a lo largo de la ruta de Los Balcanes.

Pero el 20 de marzo se firmó el acuerdo en materia de inmigración entre la Unión Europea (UE) y Turquía que establece que los migrantes y refugiados que llegan por la ruta del Este tienen que ser deportados a Turquía si no han pedido asilo en Grecia.

Y, así, el punto de acceso de Moria se ha transformado en un centro de detención. Las llegadas han disminuido mucho pero no del todo, y todavía son decenas las personas que intentan cruzar a diario.

Como John, de 28 años, un eritreo de Asmara. Llegó a la isla hace poco más de un mes después de un largo viaje en el que atravesó Etiopía, Sudán, Egipto e Israel.

“Me acabo de enterar por mi familia a través de Facebook de que mi hermana Fiore se ahogó en el mar de Libia. Tenía solo 16 años”, dice, secándose los ojos. Su amigo Denden intenta animarlo.

“Mi hermano pequeño esta semana intentará hacer la travesía marítima de Libia hasta la isla de Lampedusa, en Italia. Pero ahora no tengo más noticias de él, su teléfono no funciona. Es muy joven, estoy muy preocupado”, añade John. Luego, para cambiar de tema, muestra un documento escrito en griego.

Dice que “con esto podemos movernos libremente por la isla. Pero por la noche tenemos que volver obligatoriamente aquí, porque de lo contrario nos detienen y no nos dan asilo”.

Se trata de un recurso que no exime del régimen de detención forzada contra el que protestan varias organizaciones internacionales -Médicos sin Fronteras, Save the Children y ACNUR-, que afortunadamente siguen proporcionando asistencia a los inmigrantes sobre todo ante un deterioro de su salud.

“El campo siempre está inundado de basura. A menudo la comida que nos dan está en mal estado. Todos sufrimos diarrea y vómitos. Los hay que tienen sarna, otros fiebre”, añade Denden.

La situación ha empeorado también socialmente. las tensiones interétnicas son la norma. Continuamente prenden fuego a decenas y decenas de tiendas, cosa que obliga a muchos residentes a dormir durante días al aire libre.

“Entre los paquistaníes y los afganos no hay buena relación, se pelean por cualquier cosa. Los agentes se quedan mirándolo. No intervienen, ni siquiera si están metidos mujeres y niños. Lo que sucede dentro del centro es sólo cosa nuestra”, dice Mahmer, que proviene de la provincia paquistaní de Baluchistán.

Cada vez son más los latinoamericanos que optan por la ruta de los Balcanes para llegar a Europa. En Moria han acabado un grupo de dominicanos. En total son una docena y después de llegar en avión a Estambul continuaron su viaje clandestinamente con traficantes de personas, que los trajeron en barco a la isla griega.

Han elegido a Pedro Julio como su portavoz: “Son muchas las razones que nos llevaron a salir de República Dominicana. Por miedo, por la pobreza. Pero pensábamos que nos iban a recibir de una manera diferente. Aquí estamos como en la cárcel. También tenemos una mujer embarazada entre nosotros. No es así como se trata a las personas”.

“No nos dicen nada. Nos han registrado con fotos y huellas dactilares pero no hemos cometido ningún delito en este país. Estamos obligados a comprarnos incluso el agua nosotros solos. Tenemos que hacer una fila de miles de personas para una pequeña porción de comida. Esto es inaceptable”. refiere.

El ambiente es cada vez más tenso, incluso y sobre todo entre los habitantes de las áreas alrededor del campo. En el pueblo de Moria, que se alza sobre una colina que da al centro, los nativos ya no toleran la presencia de los inmigrantes.

“Estamos aterrorizados. Por la noche no cerramos ojo. Los que están en el centro nos entran en casa con cuchillos y roban todo lo que encuentran. En mi casa ya han entrado una vez”, afirma Eleni, de 45 años, que siempre ha vivido en Moria.

La respalda Sophia, unos 15 años mayor: “Tan pronto como veo a uno de ellos me quedo petrificada. Ahora por la noche me voy a dormir a casa de una prima mía que vive en un pueblo a unos diez kilómetros de aquí. Sé que no todos son malos. Se han quedado sin dinero y ya no tienen qué comer”.

En un bar del centro del pueblo están reunidos algunos jubilados. Entre ellos se encuentra Stefanos, de unos 60 años: “Estamos exasperados, muchos aquí han sufrido robos, bajo la amenaza de un cuchillo. Muchos han comprado perros, armas, cualquier cosa para protegerse”.

Ahora por la mañana cuando nos encontramos decimos: “¿Cuántas casas han desvalijado en Moria?”. Ya no nos decimos ‘Buenos días'. Yo también he sido inmigrante, en Australia, y no puedo odiar a estas personas. Ellos no quieren quedarse aquí, quieren continuar su viaje. Que se les conceda”, dice lacónico.

Fuente: Notimex